Andy Moss: el músico que Cartagena olvidó 

El aire de Cartagena nos da la bienvenida con un olor a sal que nos advierte que aquí hay recuerdos que no son nuestros. El sol, imponente y absoluto, hierve en la carretera, en cada paso nuestro, sin testigos de fondo. Ni un alma que nos conozca. Ninguna que conozcamos. Mi amiga y yo vamos tras la sombra de un hombre que, según cuentan, dio color con su voz a noches de luces amarillas y humo de cigarro.  

Andy Moss nos empuja, cuesta arriba, a un lado de la carretera. Peleamos con el polvo y el cansancio aferradas a la convicción de conocer su historia. Cantante de voz aterciopelada y pasos errantes, uno de los vocalistas que tuvo The Platters, banda que brilló en tiempos sin autotune, cuando la música bastaba para llenar la vida, especialmente una canción que fue el soundtrack de muchos: “Only you”. Los reportes de prensa han sido mezquinos con él. En 2003 dedicaron algunas líneas para informar su muerte a la edad de 77 y consignar que sus restos descansan en este pueblo donde alguna vez vivieron poetas. De su vida dicen poco y nada. Que era un hombre reservado, que encontró en las canciones su forma de hablar cuando las palabras no alcanzaban. Que lo vieron en bares de neón y en rincones olvidados, con su chaqueta gastada. Que una vez fue el centro de la noche, y luego, un eco en la memoria de quienes lo escucharon. Y ahora, veintidós años después, dos desconocidas seguimos un rastro que el tiempo se ha empeñado en borrar. 

 No fue fácil encontrar su tumba. Carlos, un vendedor de frutillas de ochenta años, nos devolvió el aliento con sus historias, como si su voz arrugada tuviera la magia de empujar a los perdidos en la dirección correcta. Luego, Marco, un conductor con prisa, nos llevó los últimos metros hasta el cementerio, donde la muerte tenía la cortesía de hacerse invisible. 

Allí, entre cruces desdibujadas, una mujer de manos curtidas y olor a flores nos dijo que sabía dónde estaba Andy Moss. Y ahí lo encontramos: una lápida humilde, sin adornos, sin flores frescas, con el nombre apenas legible bajo la costra del tiempo. En sus últimos años, el cuerpo de Andy se volvió una cárcel: el párkinson le robó el pulso, el daño neurológico le borró los recuerdos y la insuficiencia renal terminó por llevárselo. Pero frente a su tumba quedó claro que quien más olvidó no fue él, sino los demás. Nadie parecía venir a verlo. Nadie, excepto nosotras, que llegamos desde lejos con su nombre aferrado a la memoria. 

 Pero la verdadera historia no estaba en la lápida, sino en la voz de Janet Escobar Sánchez, su hijastra, la mujer que sostuvo sus últimos días entre las manos. Me lo dijo con esa forma de hablar que tienen las personas que han amado de verdad: sin adornos, sin rencores. Su madre lo conoció cuando él cantaba en el Saboy, un bailable donde el tiempo se deslizaba entre canciones y vasos a medio vaciar. Andy llegó con un mánager que se quedaba con su dinero y bebía whisky hasta olvidar su propia avaricia. Pero Andy, él era distinto. Noble, reservado, caballero. Se quedaba más días, cada vez más, hasta que su presencia se volvió un hábito. Hasta que el amor de su madre y el suyo encontraron casa en la misma casa. 

 Janet le hacía quequitos con manjar y él se los agradecía con una ternura que sobrevivió a los años. La vida juntos fue una rutina hecha de canciones y viajes: Venezuela, Bolivia, los casinos que guardaban su voz entre las paredes. Pero un día Andy se fue de gira y no volvió. Dos meses y medio de silencio hasta que Janet lo encontró en la televisión, en un hogar de Cristo, reducido a una sombra de sí mismo. Le dijeron que no reconocía a nadie, pero cuando ella llegó, él levantó la cabeza y con una dulzura intacta le dijo: «Hija, ¿por qué te demoraste tanto en venir?». 

Lo sacó de ahí, lo cuidó, descubrió que lo estaban sedando como a un viejo que ya no interesa. Se lo llevó, le curó las heridas, lo rodeó de médicos y de cuidados, pero la vida ya había tomado una decisión. Andy murió en el hospital Claudio Vicuña. La prensa lo quiso hacer indigente, pero Janet no lo permitió. Fue un hombre noble hasta el final, y su final fue en manos de alguien que lo quiso sin condiciones. 

 Nos fuimos de Cartagena con la sensación de que algunos nombres nunca se borran del todo. Antes de tomar el autobús, pasamos frente al Hotel Colonial, con su cartel de «Se vende» y su historia atrapada entre sus muros. Le tomé una foto, como si así pudiera atrapar un poco del tiempo que Andy Moss dejó en esas calles. Luego, nos fuimos. Pero en el aire, entre el sol y la brisa, seguía sonando su voz.