Llegar al Cementerio General y sus inmensas 86 hectáreas de recuerdos, historias y tristezas es cada vez más un panorama desalentador y solitario. Avenida Recoleta, debido a diferentes trabajos en el pavimento y otras razones que no se logran entender a simple vista, parece un verdadero páramo seco y ardiente en estos primeros días de marzo. A diferencia de lo que hay al interior del muro perimetral, ahí no se encuentra ningún alma, ni mucho menos vehículos. Solamente las personas que salen de la estación Cementerios caminan unos pocos pasos por aquella vereda hasta llegar a algunos de los paraderos de buses para continuar sus travesías personales.
Una vez que uno decide ingresar por la entrada más cercana, el escenario no mejora mucho. Los hermosos mausoleos, que destacaban por su belleza y refinada arquitectura, donde uno podía aprender y maravillarse por sus distintos estilos que iban desde lo egipcio hasta lo gótico, hoy han sido remplazados por rayados, basura y abandono.
Según una pareja de vendedores, a los que llamaremos Hortensia y Salvador, que llevan décadas en el lugar ofreciendo galletas y bebidas a los cada vez menos visitantes, la situación es en lo absoluto más alentadora los días de entierro, los cuales son de los pocos momentos en que siguen llegando familias completas al lugar. Las flores y adornos coloridos se transformaron en balas y motores enfurecidos. La suaves voces y afinados instrumentos que solían acompañar estas ceremonias se convirtieron en potentes bajos y fuertes gritos. Ese lugar de paz ha dejado de existir, dejando apenas ciertos rastros de lo que era, tal como los hermosos y cuidados jardines que acompañaban las lapidas y que hoy son sólo tierra seca y maleza muerta.
Sin embargo, a tan solo pocos metros, si se camina hacia el norte por la calle Horwitz, uno llegará a un oasis de recuerdo en este desierto de olvido. Se trata, quizás, de una de las zonas más dolorosas e impactantes del cementerio. Esta, además, cuenta la historia de los años más oscuros y salvajes del país, donde hombres cobardes que juraron defender a sus compatriotas se comportaron como bestias, asesinando, torturando y desapareciendo a decenas de hijos, hijas, padres, madres, abuelos y abuelas, dejando familias incompletas que hasta el día de hoy piden verdad y justicia.
Es el Memorial por los Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos el lugar donde los nietos pueden saber al menos el nombre del abuelo que no pudo jugar con ellos. Es ahí donde hermanos encuentran explicación a las lágrimas que no paran de deslizarse por las mejillas de su madre cada mes de septiembre. Es ahí donde dicen presente los miembros que quedaron de las familias cuyos apellidos quisieron ser exterminados.
“Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas…”. Esas son las bellas y crudas palabras del poeta Raúl Zurita que sirven como tejado para la inmensa lista de quienes fueron borrados de las maneras más inhumanas posibles por simplemente pensar diferente. Y es aún más grande la que contiene los datos de los que nunca más se supo su paradero, dejando solamente una última mirada y la esperanza de un mundo más justo e igualitario por el cual luchar hasta el aliento final.
Por último, a pesar de todo el sufrimiento plasmado en aquel rincón, es uno de los que más emanan cariño y preocupación. Sus muros, pulcros e íntegros, junto a las placas adornadas con fotos y rojos claveles que testifican visitas recientes, cuentan una historia de resistencia. Tanto doña Hortensia y don Salva, como el relato de una vieja florista que trabaja en el lugar, confirman que ese sector es de los pocos que continúan siendo constantemente visitados a lo largo de los años y en masa en cada conmemoración del golpe. Es ahí donde, frente a cada desilusión y retroceso, se reaviva el espíritu revolucionario, los puños izquierdos se vuelven a levantar y las mil voces de combate se alzan para seguir luchando por esa alegría que nunca llegó y esas anchas avenidas que se estrecharon hasta volverse intransitables.