Foto: Agencia UNO
Una futbolista de 12 años enfrenta una situación inaudita desde que puede patear una pelota. Para ella, tener el doble de talento significa tener que hacer el doble de esfuerzo.
Por Andrés López Awad
Es temprano en la ciudad de Valparaíso. Los cerros frente al mar lucen pequeñas lámparas que iluminan la mañana, ahogada en esa fría brisa marina del puerto. La pandemia mundial tiene a muchas familias encerradas en sus casas. Mientras las teteras hierven, el sonido de un balón de fútbol golpeando unos muros se toma la madrugada del Cerro Cordillera. Ámbar Figueroa, de doce años, entrena en su patio, como lo ha hecho desde que tiene memoria. Gambetea entre lentejas plásticas y da saltos entre los agujeros de la escalerilla de coordinación que su padre le compró cuando la categoría de «niña» todavía le quedaba grande. «Es que yo nací jugando fútbol», dice, con esa timidez de quien no está acostumbrado a que le hagan preguntas.
Se cambió hace poco de casa y esto la tiene contenta. En su antiguo hogar la vida se hacía algo más difícil para su familia. La entrada tenía una larga escalera, de esas que parecen nunca terminar, como enredaderas sin podar del laberinto porteño. Su papá, Esteban Figueroa, está en silla de ruedas hace años y salir de casa era una tarea dificultosa. Cuando Ámbar tenía un partido, Carolay Rollino, su madre, muchas veces tuvo que llamar a tíos o amigos para que les ayudaran. Nada iba impedir que Esteban viera a su hija jugar fútbol.
Ámbar continúa. Los segundos del día se desgranan y no para de entrenar. Sigue dominando, dando saltitos y practicando su puntería con el balón. Se autoexige como si estuviera compitiendo con ella misma. Sabe que ser futbolista y ser mujer requiere el doble de sacrificio.
Sigue ensayando. Se prepara para un día que sabe llegará.
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Tenía cuatro años y ya no soltaba la pelota. Ámbar aprendió de fútbol antes que a leer. Sus padres la miraban. Se miraban. «Es que la Ámbar tiene mucha técnica», me dijo hace un tiempo Esteban Figueroa. Empezaron a grabarla y a compartir sus videos en Facebook, para que otros más la vieran. Su talento con el balón a tan corta edad era un espectáculo que llamaba la atención. Cuando cumplió nueve años, un vecino que trabajaba en las inferiores de Santiago Wanderers le dijo a Carolay y Esteban que su hija tenía aptitudes y que debían probarla en el equipo del puerto. Ámbar quedó seleccionada y entró a los cadetes. «Los» cadetes, porque como no habían categorías pequeñas de fútbol femenino, Ámbar debió entrar al equipo de hombres. Sus profesores estaban anonadados con las capacidades que tenía para, entre gambetas y amagues, dejar a varios de los niños en el suelo.
Con el paso de los partidos, a Ámbar le empezó a costar más encajar. Sus corridas maradonianas derrumbaban la moral de sus rivales, quienes se recriminaban entre ellos con frases del tipo «¿Cómo te pasea una niña?». Comenzó a recibir patadas y empujones cada vez más fuertes. Fue un tiempo difícil. Carolay tuvo que contener a su hija cuando lloraba y le decía que no quería jugar más. ¿Cómo se le explica a una niña tan pequeña que así opera el machismo? Porque los hombres con los que jugaba no se sentían humillados porque ella fuera más talentosa que ellos -que lo era-, sino porque era una mujer a la que no le podían quitar la pelota.
Ámbar dejó de jugar en los cadetes de varones, pero Wanderers no podía permitirse dejar ir tanto talento. Tiempo después, le hicieron una invitación excepcional y cumpliendo 10 años de edad, entró al equipo sub 17 femenino. Mientras algunas de sus compañeras de equipo estaban cuarto medio, ella cursaba cuarto básico. En un principio, muchas la miraron en menos. «Cacha la cabra chica», escuchó algunas veces en sus primeros días. Le costó, pero con el tiempo se hizo un lugar en el equipo de la única manera que sabía: a punta de goles y habilitaciones.
Su carrera partió así. Atrofiada. Jugando con hombres o con niñas mucho mayores que ella. Pagando las consecuencias de cargar con el talento como si fuera una maldición. Condenada a ser “la niña” del equipo, la “cabra chica”. Condenada a ser mejor que todos en el fútbol.
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Su forma de juego me generó ansiedad. Cuando la vi por primera vez me preguntaba una y otra vez «¿cuándo se la van a quitar?». Juega de volante, es de baja estatura, ágil, rápida y decidida. Siempre parece estar tres pasos delante del resto, como si esta fuera su segunda vida jugando fútbol. No es raro ver cómo van de dos, de tres, de cuatro a marcarla. A un costado de la cancha están Esteban y Carolay, quienes la acompañan a todos lados. No se pierden ningún partido. Saben que para Ámbar no es fácil. Para ellos la vida tampoco lo ha sido. «Ella me hace olvidar la condición en la que estoy. Es mi orgullo más grande, no hay partido en que no llore. Veo cómo ella es, la entrega que tiene… me emociona mi hija», me dijo Esteban una vez entre lágrimas. La vehemencia de esta familia conmueve, como si pudieras tocar algo, una cosa indescriptible, entre la mirada de sus padres y los pies Ámbar cuando está en la cancha.
Recuerdo que antes de conocerla vi sus videos. Goles de mitad de cancha, muchos sin siquiera mirar hacia dónde apuntaba y niños mareados de tantas vueltas. La manera que tiene de mover el balón es parecida a la de la brasileña Marta, su ídola. Un par de años atrás tuvo la oportunidad de conocerla, cuando su selección jugó en nuestro país. Con Esteban, su padre, aprovecharon el descuido de los guardias del Estadio La Portada, en la ciudad de La Serena, y se metieron por un recoveco que los dejó en la zona de ingreso de las jugadoras. Un funcionario de la selección brasileña vio la emoción en los ojos de Ámbar y le dijo «te tengo un regalo». Minutos más tarde, tuvo enfrente a Marta, quien la saludó muy humildemente. Ámbar quedó sin palabras. Su shock emocional le tenía su lengua atrincada. La mejor jugadora de la historia le regaló su jineta de capitana.
No hay guionista que piense un mejor prólogo para la carrera de una futbolista.
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Es entretenido conversar con Ámbar. Me cuenta que con el coronavirus se ha quedado en su casa. Que extraña jugar en el “Humberto Nelson”, su equipo de varones sub 12 del barrio, donde sus compañeros la eligieron como capitana. Su inocencia de niña, fanática de la lasagna y de Netflix, contrasta con su claridad cuando habla de fútbol. Manda a la ANFP «a ponerse las pilas con el fútbol femenino», como en Europa, donde le gustaría jugar algún día en el Atlético de Madrid.
Ámbar sigue entrenando. El puerto de Valparaíso, que se ve desde su casa, es testigo del sonido de sus pelotazos. Ensaya una y otra vez. Porque a pesar -o quizás por culpa- de su talento, siempre le ha costado el doble. La más pequeña en la foto. La mujer en la foto. Pero pareciera no importarle. Ella solo quiere jugar fútbol e inspirar a más niñas a que también lo hagan.
Quiere ser la mejor. ¿Cómo le digo que probablemente ya lo es?