El evangelio según los gestos

No necesitó alzar la voz ni cargar joyas para hacerse notar. Solo apareció, con una mirada serena y una voz del color de quien anuncia pan recién horneado. Cuando dijo su nombre, Francisco, muchos entendieron sin necesidad de explicaciones: ese hombre venía a sanar, no a reinar.

Por Camila Chavarría

Más que un extraño giro del destino, un retorno a lo esencial

Jorge Mario Bergoglio, jesuita argentino, pastor de calle con ternura latinoamericana. Un Papa que decidió vivir en una casa modesta, moverse en un Fiat, hablar con gestos, escuchar con el cuerpo entero. “Tiene la calidez propia de los nuestros”, dice Felipe Herrera-Espaliat, sacerdote y periodista chileno, editor general de Vatican News, a horas del funeral del Santo Padre. Habla de él en presente, como alguien que no se ha ido: “Una cercanía de piel. Cuando mira, no te observa: te comprende. Tiene una capacidad enorme de sintonizar con el otro, de saber lo que le está pasando”.

Un pastor que incomoda

Lo suyo no fue solo ternura. Fue también una provocación. Porque la ternura verdadera provoca, sacude, exige. Su forma de ser papa no encajó con los moldes de los sectores más conservadores del Vaticano. Lo llamaron populista, hereje, desordenado. Algunos lo toleraban con resignación. Otros, con abierta molestia.

Y sin embargo, su forma de confrontar no era con gritos. Era con gestos. Con palabras que llegaban al hueso. Y, a veces, con humor. Herrera recuerda una anécdota que aún se repite en los pasillos del Vaticano: «Durante el Sínodo de la Amazonía, vinieron representantes de los pueblos originarios con sus vestimentas típicas, algunos incluso con plumas en la cabeza. Muchos se escandalizaron. ‘¿Cómo permiten eso en el Vaticano?’, dijeron. El Papa, tranquilo, respondió: ‘¿Y ustedes no han mirado los penachos de la Guardia Suiza? ¿Por qué ellos sí y los otros no?’”.

Con una sola frase desmontó siglos de racismo disfrazado de protocolo. Con una sonrisa, les mostró lo ridículo de su juicio. Y al hacerlo, defendió sin ruido la dignidad de quienes nunca habían sido invitados a la mesa grande.

El sacerdote y periodista Felipe Herrera Espaliat, editor general de Vatican News, junto al Papa Francisco.

Un viaje que rasgó las sotanas

En 2018, llegó a Chile. No fue una visita sencilla. La Iglesia chilena arrastraba el dolor de los abusos y el silencio. Y el pueblo estaba dividido. Muchos anhelaban verlo; otros, especialmente las víctimas, estaban profundamente heridos.

«Fue una visita tensa», recuerda Herrera, quien fue el Director Nacional de Comunicaciones de ese viaje. «El Papa llegó en medio de una crisis. Había una parte de la Iglesia que lo esperaba con alegría, pero también estaban quienes habían sido vulnerados, ignorados, y querían respuestas.»

Francisco, al principio, no entendió del todo la magnitud del sufrimiento. Creyó en versiones incompletas, lo cual quedó en evidencia tres años antes del viaje a Chile, en mayo de 2015, en Roma, cuando el diácono y entonces secretario general de la Conferencia Episcopal, Jaime Coiro, le dijo en una audiencia pública la ciudad de Osorno «sufre y reza por usted», aludiendo al dolor que generaba la designación del obispo Juan Barros, un cercano al abusador sexual Fernando Karadima, a lo que el Papa contestó: «Osorno sufre por tonta». Tiempo después pidió perdón «por haberles herido y ofendido profundamente».

Se equivocó. Pero no tardó en mirar de nuevo. Reconoció su error públicamente y pidió perdón. «Eso cambió todo», dice Herrera. «A partir de ahí, se inició un proceso de escucha y reparación que no solo impactó a Chile, sino al mundo entero.»

Convocó a una cumbre global de obispos para abordar el abuso sexual en la Iglesia. Puso en marcha protocolos, exigió transparencia, y empezó a desmantelar lentamente ese clericalismo que había servido de escudo para tantos horrores.

Un Papa de gestos y heridas

Hay papas que se recuerdan por encíclicas. A Francisco se le recordará por los gestos. Por besar los pies de líderes africanos enfrentados, rogándoles por la paz. Por abrazar con ternura a una mujer con neurofibromatosis. Por sentarse con los migrantes en Lampedusa y llamarles por su nombre.

Y también, por esos encuentros que no salieron en los titulares. Como aquella vez en una cárcel de mujeres en Santiago. «Una de ellas le dijo que nunca había sido mirada como persona», cuenta Herrera. «Él solo le sostuvo la mano y le dijo: ‘Tú eres más que tu pasado’».

Morir en presente

Hoy, al hablar de su muerte, o de su partida, como dirían los que creen que la vida continúa, no se recuerdan fechas ni documentos. Se recuerda su voz. Su manera de caminar como si no tuviera prisa. Su insistencia en que la Iglesia no es un castillo, sino un hospital de campaña. Desde ese lugar habló de un Dios sanador, cercano, sencillo, que no se ofende con las dudas ni se escandaliza de las heridas.

Quizá por eso, aunque su silla quede vacía, su legado seguirá en las villas, en los patios, en los templos rotos y los corazones cansados.