En la cocina se esconde el alma de un país

Por: Camila Chavarria Rios

El 15 de abril se celebró el Día de la Cocina Chilena. Y yo, mexicana en tierras extranjeras, tuve la suerte de estar presente en uno de sus templos más entrañables: La Piojera, ese rincón santiaguino donde el tiempo parece haberse detenido entre muros de historia, mesas de madera curtidas por el trajín de los años, y un aire que huele a pasado, a lucha, a vino con helado, a hogar.

Al entrar, me recibió una bocanada de nostalgia. No era mía, al menos en un principio, pero fue imposible no hacerla propia. La Piojera tiene eso: te abraza sin conocerte, te abre sus puertas con la familiaridad de una casa de abuelos. Me recordó a mi pueblo, a mi gente, a las fondas llenas de historias donde crecí. Tal vez por eso me embargó una emoción profunda. Me detuve un momento solo a mirar las sillas, a imaginar quiénes se habrán sentado ahí hace décadas. Quizás ya no estén, pero sus risas, sus penas, sus cantos y sus silencios, siguen ahí, flotando entre los vasos de terremoto y las paredes llenas de color.

Un mural rebosante de nombres me arrancó una sonrisa. No eran solo firmas: eran declaraciones de existencia. Como si al escribir su nombre, cada persona se adueñara un poco de ese pedazo de historia. Como si todos tuviéramos el derecho —y el deber— de defender este lugar ante quienes sueñan con transformar sus cimientos centenarios en un nuevo mall. Porque entre tanto futuro, se nos olvida el presente, y más grave aún: el pasado que nos formó.

Y entonces vino lo mejor: la comida. Debo confesar que nunca había probado tantos sabores chilenos, y me sentí como niña descubriendo el mundo a través del paladar. Probé por primera vez una chorrillana —ese festín desordenado y delicioso de papas fritas, carne, cebolla y huevo frito— y sentí que ahí estaba resumida la alegría compartida, la de los amigos que se sientan a comer sin prisas ni protocolo.

Las empanadas de pino me sorprendieron también, masa crujiente, relleno jugoso, ese toque dulce de la pasa que al principio desconcierta, pero luego conquista. Los locos —suaves, delicados, casi tímidos— me llevaron al mar sin salir de Santiago. Las longanizas de Chillán rugían de sabor, y el pastel de choclo fue como una caricia al alma, dulce y salado, tierno y poderoso, con esa mezcla que solo se entiende al probarlo.

Descubrí también el pebre, que se sirve en cada mesa como quien pone el corazón al centro. Las prietas me sorprendieron con su intensidad, con su carácter, con esa mezcla de sangre y especias que solo alguien orgulloso de su herencia se atreve a ofrecer. Y el ceviche, fresco como la brisa del Pacífico, con ese picor que me hizo sentir un poco en casa.

Cada plato tenía historia, identidad, resistencia. Porque comer en Chile no es solo saciar el hambre. Es recordar, es agradecer, es luchar contra el olvido.

Durante el evento, varias voces se alzaron para defender este rincón de Santiago. Dueños de restaurantes como Don Augusto y La Piojera hablaron con el alma en la mano. La cocinera, Claudina, nos recordó que la gastronomía también es resistencia. Que tras el estallido social, la pandemia y la inseguridad, seguir cocinando es un acto de valentía. Nos dijo, con la franqueza de quien no tiene tiempo para discursos vacíos, que el mercado y sus restaurantes se están cayendo, y que necesitan del Estado y de la gente para resurgir.

Representantes de la Asociación Chilena de Gastronomía (Achiga) y de turismo también destacaron la importancia de convertir a Chile en un destino gastronómico. Porque el 43% de los turistas extranjeros viene por su cocina, y porque, como bien dijeron, comer bien también es una forma de amar a un país.

Hoy entendí que la cocina chilena no solo se saborea, se siente. En la boca, en el pecho, en la memoria. Y que en cada bocado se esconde un pedacito de este país noble, cálido, a veces herido, pero siempre de pie.

Dicen que no hay nada como el hogar. Y aunque el mío está lejos, hoy encontré otro, hecho de cazuela, pebre, sopaipillas y abrazos.