De sobrevivir en Lima a vivir sobre Santiago

En la capital del Perú, como en otras ciudades de América Latina, la corrupción, la informalidad y la normalización del desorden urbano han establecido un sistema de transporte público donde la violencia, la impunidad y el abandono estatal son parte del día a día. Una crónica narrada desde la distancia que observa el reflejo de una crisis estructural.

Por Valentina Huaroc.


 

Martes 28 de febrero, 2025. Son las 8:15 de la mañana y el sol no se ha asomado en Lima, pero quema. Siempre quema. A unas horas de mi vuelo, prendo el televisor para sentir que alguien me acompaña mientras preparo la tercera maleta.

Termina de proyectarse la última publicidad y aparece el rostro de la presentadora con un nuevo caso de sicariato en la ciudad. “Joven chofer de combi asesinado a sus 25 años de edad, conducía en dirección al Callao cuando fue interceptado y baleado en el acto, otro caso de presunta extorsión”, dice, y me permito recién voltear hacia la pantalla.

Imaginé que el video mostraría uno de esos autos blancos cruzados en plena avenida con los vidrios rotos y un grupo de vecinos detrás del cordón policial; pero no había nadie en escena. Todos se cubrían el rostro y ninguno decía el nombre de la víctima, ni siquiera la presentadora. Solo se sabe que era un conductor, que estaba en ruta, que era de noche y que ahora está muerto.

Era probablemente el quinto caso de homicidio de este tipo en lo que iba del año. Hasta septiembre del año pasado, los noticieros comentaban que el 40% del transporte público en la capital era víctima de extorsiones. Medio año después, en la bodega de mi barrio colgaba un par de periódicos señalando un aumento del 70%.

Hoy en la sala de mi casa, lo pensé y lo confieso: qué país de mierda, qué situación de mierda, qué sistema de mierda. Lo pensé sin rabia, lo pensé como quien se lava las manos y se va, como quien no quiere la cosa. Cerré la maleta. Apagué el televisor. Lima ya no quema, está en llamas.

Un respiro sin humo

Miércoles 5 de marzo de 2025, Santiago de Chile. Camino los cinco minutos que separan la residencia estudiantil del paradero. El clima está templado, las calles silenciosas, los locales cerrados. Santiago, pienso, se despierta tarde y despacio, sin apuro. Me bosteza en la cara y se vuelve a dormir. Todo y todos parecen respetar un ritmo al que no estoy acostumbrada y que no me pertenece. Mientras avanzo, no dejo de pensar en mi Lima que no descansa.

Subo al micro prácticamente vacío. Nadie empuja y aunque hace algo de calor, no siento que me falte el aire. Una brisa invisible recorre el pasillo y luego lo veo: “No abra las ventanas cuando el aire acondicionado esté encendido”, dice un sticker cuadrado perfectamente alineado sobre la ventanilla; a su lado, otra pegatina con el nombre y clave de Wi-Fi. Me quedo mirando los carteles como si fuera una broma.

Meses antes de este viaje me obligué a aprender las rutas cercanas para evitar complicaciones cuando llegara. Entre todas las páginas que visité, una capturó mi atención: “Red Movilidad cierra el 2024 con más de 200 nuevos buses eléctricos”. Ese día se lo comenté a un amigo mientras volvíamos en una micro que tenía un par de huecos en el techo y rayones en todo el interior. Se rio y me dijo: “Yo creo que esta de aquí aguanta otros 10 años más, ¿para qué tanta remodelación?”. Sé que lo dijo como broma, pero desde que se anunció que las micros con más de 35 años continuarán operando en la ciudad, el chiste perdió la gracia.

Me llega un mensaje de mi papá y vuelvo al presente: “Acompañé a tu hermano menor a tomar el micro para ir a la academia preuniversitaria esta mañana”. Leo dos veces y lo imagino. Un niño que ya no es tan niño colgado del asiento con su mochila pesada, pegada contra el pecho. Apretado y sancochado. Nadie le cede el asiento.

Las micros en Lima no tienen aire acondicionado, ni internet incorporado. Allá los carteles son adhesivos mal pegados y los asientos están parchados con cinta. Santiago quizás, representa una excepción en un continente acostumbrado al espaldar flojo, la tela desgastada, el calor pegajoso y la gente de espalda a espalda, presionada. Desde Caracas hasta Ciudad de México, los cuerpos se apiñan, se empujan y aguantan.

Quiero creer que soy una exagerada, pero aquí, sospecho, eso no sobra, eso no falta. No es un lujo, solo es eficiencia; y, sin embargo, se siente como si lo fuera. Parece impresionarme solo a mí, y me aflige que algo tan básico para esta ciudad de desconocidos, le resulte tan ajeno a quien vive acostumbrado a beber, comer y respirar en medio de las brasas.

Cenizas que todavía queman

Miércoles 2 de abril. Hace más de un mes que llegué a la ciudad y ya me sé de memoria las estaciones del metro que tomo para la universidad. El todo de esta capital ya no me resulta tan distante. Subo a la micro de regreso a mi habitación y me acomodo.

Hoy, cuando el vagón avanzaba apresurado y la gente se empujaba para entrar, se informó por medio de los altavoces que el tren se detendría sin terminar la ruta completa. “Todavía que aumentan el precio, no funciona bien la weá”, dijo una señora que bajó a mi lado para luego perderse en la marea de gente que murmuraba.

Santiago no es perfecto. El transporte colapsa en hora punta y puede que durante todo el camino no encuentres un espacio donde apoyar el cuerpo. Yo no me quejo, no siento que me incomode del todo. Al llegar a la residencia, como es de costumbre, leo las noticias de mi país en el celular: “Chofer de autobús es asesinado a balazos frente a pasajeros”. Paul López. 52 años. Siete disparos. Padre de dos hijas, ahora huérfanas.

Leo con el estómago encogido: la empresa de transporte Aquarius, para la que trabajaba desde hace más de dos décadas, decidió cobrarle a él y a sus compañeros entre 20 soles diarios para pagarle a los extorsionadores. Es el décimo segundo conductor que muere debido a la ola de extorsiones en Lima y Callao durante el 2025. El asesinato ocurrió durante el estado de emergencia decretado por el gobierno de la presidenta Dina Boluarte el 18 de marzo.

Reviso reportajes anteriores y todos manifiestan lo mismo: este semestre ha sido uno de los más violentos desde 2017. En los últimos años, el número de peruanos que desea emigrar alcanzó el 57%. Recuerdo haber discutido con mi papá sobre el tema hace meses en la sala de la casa. Recuerdo decir que me era imposible abandonar mi tierra. Recuerdo negarme a emigrar. Hoy, en Santiago de Chile, bajo la base de ese recuerdo, replanteo mi postura.

Llamo a un amigo de Lima que toma esa ruta. Me cuenta que ahora las combis van medio vacías o con un par de policías en las puertas, que en las calles se siente el miedo. Aunque camine acelerado y no voltee a mirar a los lados, aunque nadie lo persiga, se siente aterrado. Lima es consumida por un fuego que se extiende.

Corto la llamada, aprieto el celular y lloro. En Santiago, a esta hora los vagones revientan de gente y yo lo tomo como un signo de exceso de vida. En Lima las unidades están desiertas. El miedo se acomoda y ocupa los asientos de mis hermanos. Mi Lima se calcina y a mí me toca ver a través de una pantalla las cenizas de su cuerpo.

El reclamo que enciende

Miércoles 9 de abril. Viajo en una micro de Santiago que camina callada y no desespera. Se estaciona pausada, me toma del brazo, me guarda, me conserva y sigue con su carrera. Esta ciudad de vaivenes ocupa el puesto 126 a nivel mundial en congestión vehicular, así lo subrayaba el ranking que consulté a finales de enero.

En contraste, mi ciudad natal se encuentra entre las diez ciudades con peor tráfico en el mundo. Lo sé porque es de lo que siempre se habla. Lima hace que te preguntes cuántas horas de vida pierdes en la carretera. Pero ahí queda, en una cuestión incómoda que se acuesta entre palabras. El limeño se ha acostumbrado a pensar que el reclamo no sirve de nada. Y así crecimos, repitiéndonos que hay que aguantar y seguir funcionando.

En Lima, los problemas se disuelven porque el peruano olvida, como una ola que golpea fuerte solo para volver a retraerse hacia el mar.

Esta mañana, mientras veía las noticias supe que asesinaron a Daniel Alexis Guillermo Suárez, un chofer de 25 años y a pocas cuadras de la zona, Luis Chinchay Zegarra, conductor de 70 años fue acribillado mientras conducía su combi. Ambos eventos registrados en video por los victimarios y circulando por las redes, al igual que el anuncio de una medida de protesta. Lo leo y lloro. Pienso en mis padres y mi hermano, y lloro.

El presidente de la Asociación Nacional de Integración de Transportistas (ANITRA), Martín Valeriano, anunció un nuevo paro total de transporte en Lima y Callao. Mañana tal vez la ola golpee más fuerte y esta vez no retroceda, tal vez esa ola me lave las lágrimas y limpie el sudor de mis compatriotas, y se mantenga.

Jueves 10 de abril. Despierto con el sonido de una notificación que me teletransporta a Lima. Un video de la Carretera Central sin buses y combis. Insólito. En las imágenes, la ciudad se observaba vacía y, al mismo tiempo, desbordada.

El paro, a través de la pantalla, comenzó cuando Lima y Callao desplegaron sus paraderos sin gente. Y ahí, en las pistas llenas de baches y sin pintura, entre los desniveles de las veredas, sin barricadas de fuego ni bloqueos violentos, el pueblo responde con otro gesto: más de 20 mil unidades de transporte, agrupadas en 12 gremios y 460 empresas, paralizan su ruta.

Una huelga silenciosa en las avenidas y una protesta que gritaba desde la ausencia y el abandono, rumbo al Congreso de la República.

Transportistas y ciudadanos marchan por la Panamericana Norte para exigir medidas concretas que garanticen la integridad de sus vidas. Y creo yo, la demanda por condiciones mínimas de seguridad que solicitan no es una lista nueva de reclamos; es más bien, una herida abierta que sangra desde hace años.

Mientras tanto, el Gobierno peruano anuncia el despliegue de 3500 agentes de la Policía para «garantizar el orden público». Amigos y compañeros me enviaban videos donde mostraban enfrentamientos aislados entre choferes y agentes en plena ruta. Las autoridades declaran la situación controlada, aunque las imágenes que se viralizaban dijeran otra cosa.

El paro funciona como recordatorio de todo lo que hemos normalizado durante décadas. Es el retrato de una ciudad que no sabe cómo sostenerse y de un sistema que empuja a sus trabajadores a elegir entre pagar para que no los maten o aceptar el destino de una bala en su cuerpo.

Desde Santiago, sigo la transmisión como quien mira el incendio desde el otro lado del río, sin poder hacer algo. Salgo de la residencia y observo. Los buses siguen circulando y las personas avanzan sin mirarte.

El video de una señora mayor con un cartel entre los dedos y la voz rota me interrumpe: “Tenemos miedo de que nuestros hijos no lleguen. Mis hijos salen y yo tengo que rezarle a Dios para que regresen a casa. Ir al mercado me da miedo, salir me da miedo. Dina, presidenta de nadie eres”.

Pensé en los más de 15 choferes asesinados durante el 2025, en los 500 colegios extorsionados, en las más de 2 mil bodegas que cerraron por las amenazas, y en la bomba que detonaron en un albergue de perros que no pudo pagar el cupo de 20 mil soles

Pensé también en la presidenta que se ausentó 12 días para someterse a cirugías estéticas sin informar a la población peruana; en sus 15 relojes de lujo valorados en más de 70 mil dólares. Pensé en la forma en la que menospreció la protesta y minimizó el problema en televisión nacional. Pensé en sus congresistas y sus sueldos de más de 40 mil soles.

Pensé en lo que me dijo mi compañera mexicana, sobre los choferes de Ciudad de México, que recibían amenazas de extorsionadores que los presionaban a pagar. Pensé en las rutas de Barranquilla, Colombia, donde los transportistas suspendieron sus operaciones por la misma razón y porque la policía los conocía, pero no hacía nada para protegerlos.

Pensé en la Latinoamérica que no deja de sufrir bajo las garras del crimen organizado, en un continente que aún enfrenta la violencia, la impunidad y las extorsiones que afectan a todos. Pensé en cómo esta realidad ha sido un constante ciclo de sufrimiento y lucha que, a pesar de los esfuerzos, parece nunca detenerse.

Pienso en la tierra que dejé. Y hoy, lejos de casa, el pecho se me incinera esperando que algún día se apague este fuego que solo arde en las entrañas de quienes aún creemos en ese futuro apartado de la candela.