La creación de Frankenstein

Mi nacimiento fue un error para él, pero para mí, fue un milagro.

Víctor Frankenstein me creó buscando reconocimiento, tal vez una victoria contra la muerte, pero cuando abrí los ojos por primera vez, lo único que encontró en mí fue miedo. Su rostro, que debió ser el primero en regalarme ternura, solo mostró rechazo. Huyó, dejándome solo, como una idea abandonada a mitad de un pensamiento. Yo no sabía que era, ni por qué dolía tanto respirar en un mundo que no me había pedido, pero que igualmente me negaba. Lo primero que conocí no fue el amor ni el cobijo, sino el frío, el silencio y la ausencia. Y esa ausencia se volvió mi única compañía por mucho tiempo.

Revive aquí el momento en el que fui creado:

Aprendí a sobrevivir en los márgenes del mundo. Observaba desde lejos a las familias que compartían cenas, abrazos y canciones. Aprendí a hablar escuchando a otros, a leer con libros rotos que encontraba por azar. Todo lo que sabía del amor lo deduje viendo cómo una madre acariciaba el cabello de su hija, o cómo dos ancianos se tomaban las manos sin necesidad de hablar. Y sin embargo, nadie quería tocarme. Nadie se atrevía a verme como algo más que una aberración. A veces me preguntaba si realmente existía, si acaso ese rechazo constante no era una señal de que mi alma también estaba incompleta.

No soñaba con castigos ni venganza. Solo deseaba lo que todo ser vivo necesita: un poco de compañía. Por eso, cuando encontré finalmente a Víctor, no fui con rabia, sino con esperanza. Le hablé firme, y le pedí algo que para la mayoría es natural, pero para mí era lo más extraordinario que podía imaginar:

—No me des amor. Pero dame la oportunidad de darlo. Créame una compañera.

Al principio lo vi dudar, como si luchara internamente con lo que yo le pedía. Sin embargo, esta vez no huyó. Durante meses trabajó en silencio, con manos que ya no se movían por ambición, sino por culpa. Ya no era el científico obsesionado por crear vida, sino un hombre que intentaba reparar lo que había dejado incompleto. A veces me hablaba mientras trabajaba, como si poco a poco también él estuviera aprendiendo a ver más allá de lo que había creado. Me preguntaba cómo me sentía, y por primera vez en mi existencia, alguien se interesaba por mi interior, no por mi apariencia. Comencé a sentirme existente, no un experimento, ni una criatura, sino algo más cercano a un ser.

Y entonces, un día cualquiera, ella despertó.

Sus ojos se abrieron con calma, como si ya supiera quién era. No gritó ni se asustó. Me miró directamente, como si me hubiera estado esperando. La llamé Aurora, porque con ella comenzó mi primer amanecer.

Aurora no era igual a mí, y eso me fascinaba. No por su aspecto, también remendado, sino por su forma de ver el mundo. Tenía una sensibilidad silenciosa, una ternura que el rechazo del mundo no había podido quebrar. Le gustaban las cosas simples: el sonido del agua, las flores silvestres, los cuentos que le leía en voz alta cuando el frío nos obligaba a quedarnos dentro. Ella escuchaba con los ojos cerrados y una sonrisa suave, y a veces decía que, si hubiéramos nacido humanos, quizás habríamos vivido vidas separadas, en ciudades distintas y sin conocernos jamás.

Nos alejamos de todo para proteger lo que habíamos encontrado. Construimos una cabaña entre montañas, rodeados de árboles y viento; aprendimos a sembrar, a compartir silencios, a vivir en un mundo más chico pero más verdadero. Nunca nos llamaron monstruos allí, porque nadie nos vio. Y tal vez, eso también fue parte de nuestra libertad.

Con el tiempo adoptamos un gato, cuidamos un jardín y compartimos una vida que jamás pensé que tendría. Cuando la miraba dormir junto al fuego, envuelta en mantas y sueños, sentía que por fin había dejado de ser solo un conjunto de partes. Había encontrado un propósito: cuidar lo que tanto me costó alcanzar.

A veces pienso en Víctor, no con rencor, sino con una gratitud extraña. No le agradezco por haberme dado la vida, sino por haberme permitido compartirla. Quizás él también necesitaba redimirse, y lo hizo al crear a Aurora. Quizás entendió que no se trata de crear algo perfecto, sino de permitir que algo imperfecto tenga la oportunidad de amar y ser amado.