Opinión: La última gota de conciencia

Camila Chavarría

El agua cae con desgano sobre la tierra resquebrajada. Son gotas escasas, vencidas antes de tocar el suelo, como si hubieran olvidado su destino. En el norte de Chile, donde el polvo es un recuerdo más fiel que la lluvia, las ciudades han aprendido a saciarse con agua de mar convertida en dulce, pero pocos saben de ello. No se habla del milagro de la desalación, ni del precio de la indiferencia. A los chilenos les inquieta la sequía, pero no lo suficiente para detenerse a mirarla de frente.

Las cifras son implacables: el 60% de la población cree que el agua se está acabando, pero apenas un 12% piensa que es urgente invertir en infraestructura. La paradoja del desierto. No hay agua, pero tampoco voluntad. El norte se seca mientras el sur aún se aferra a la idea de que la lluvia seguirá cayendo con la paciencia de antes. Pero el agua es caprichosa y el tiempo le ha dado razones para huir. Hacia 2060, dicen los expertos, la disponibilidad hídrica en el centro y norte del país caerá a la mitad. Aun así, el agua es un susurro entre el estruendo de la economía.
Los discursos son claros y estériles. En los informes, en las conferencias, en la voz de los expertos, se repite la misma advertencia. Pero la calle es otra cosa. Ahí, el agua es un vaso servido con descuido, una ducha prolongada en la inconsciencia cotidiana. Es también la duda: el 29% de los chilenos cree que la minería es la industria que más agua consume, aunque en realidad apenas representa el 1,3% del uso total. La agricultura, que se bebe más de lo que devuelve, apenas se menciona.

Mientras tanto, los puertos y aeropuertos aparecen como la clave para el crecimiento, más importantes que el agua misma. La paradoja se estira hasta lo absurdo: el país depende de una gestión hídrica eficiente para exportar sus riquezas, pero no la valora como prioridad. Se prefiere hablar de tratados de comercio y profesionales calificados antes que de presas, embalses y desaladoras.

Las plantas de desalación han comenzado a alzarse en la costa, intentando darle al mar una voz distinta. Tocopilla, Mejillones, Caldera y Chañaral ya beben solo agua desalada, pero dos tercios de los chilenos no lo saben. La ignorancia, en estos tiempos, es tan persistente como la
sequía. Para algunos, la desalación es un veneno que envenena el mar, aunque apenas el 16% conoce la pureza de esa agua nueva, transformada.

En Santiago, el cemento ahoga la memoria de ríos que ya no existen. El Mapocho arrastra su cauce delgado y turbio, un reflejo de la desidia. La crisis hídrica es un murmullo difuso en los discursos políticos, una preocupación desdibujada. Cuando se pregunta a la gente qué medidas debería tomar el próximo presidente, la desalación apenas obtiene un 14% de las preferencias. Se prefiere la energía limpia, los trenes modernos, las baterías de litio.

Tal vez Chile no siente la sed porque aún hay agua en los grifos. Quizás espera a que la sequía le toque la puerta de su propia casa para creer en ella. Pero la tierra ya ha comenzado a hablar en grietas y las nubes hace tiempo dejaron de prometer lluvia. Algún día, cuando la sed apriete, cuando los ríos no sean más que fantasmas en los mapas, tal vez el país escuche. Pero quizá entonces ya sea tarde.