Hace 14 años me inauguraron, en ese entonces aún conservaba mi inocencia infantil. Creía que tendría visitantes por montones, que mis estanterías estarían repletas de libros y que podría entregarle alguna luz, o una pequeña esperanza, a esta zona hospitalaria.
Hoy, mi realidad es otra. Con cada día que pasa, me siento más y más como los libros en mi interior: abandonados, olvidados y solitarios.
Verán, en mis primeros años solía pensar que todo era una competencia, que debía competir con los hospitales que me rodean y que tenía que atraer más visitantes que ellos. Supongo que fue ingenuo de mi parte creer eso. Ellos están sobrepasados de personas todos los días. He visto gente llegar a pie y estar más de 48 horas haciendo fila para poder entrar. ¡Qué envidia me daba! Cientos de santiaguinos peleando por la atención de San José.
Pero hubo un hecho en particular que cambió mi forma de ver el mundo. Un día, en una mañana fría de julio, vi salir desde la estación del metro, que está frente a mí, a dos mujeres, una joven y una adulta. Llamaron mi atención por la forma en que se movían. La de mayor edad apenas podía caminar, con cada paso que daba su rostro adoptaba una expresión de dolor intenso y apoyaba su peso en la que asumí era su hija. Casi parecía no estar consciente de su entorno, pues su única meta era llegar a San José.
La niña trataba de soportar el peso de su madre con una cara solemne, pero podía ver cómo temblaban sus extremidades y el esfuerzo en su respiración. Cada vez que pasaban por el lado de otro ser, este ponía una expresión de suma tristeza, como si supieran algo que yo aún no podía identificar. Muy lentamente, las vi acercarse a Urgencias. Por un segundo, me cundió un pánico inexplicable al perderlas de vista, pero decidí creer que estaban en buenas manos y que San José podría curar a la madre.
Seguí con mi rutina habitual, recibiendo a los pocos niños y adultos que me visitan, siempre tratando de impresionarlos con mi moderna y fría fachada. Pasaron 56 horas (sí, las conté) y volví a ver a la joven, pero estaba sola esta vez. Caminaba sin rumbo y con una mirada desolada, no entendí por qué estaba sola y busqué a su madre por todos lados, pero no pude encontrarla. Se sentó en una banca de cemento que está frente a mi puerta y se puso a llorar. Nunca había escuchado un sonido tan desgarrador. Se tapaba la boca con la mano y negaba con la cabeza una y otra vez. Murmuraba algo, pero lo decía tan bajo que no logré escuchar bien. Después de unos minutos, sacó un teléfono desde su bolsillo y llamó a alguien:
—Se murió —dijo con voz quebrada—, no la atendieron nunca. Esperamos por horas y jamás la llamaron, ni siquiera pudimos entrar. Murió en mis brazos.
En ese momento lo entendí.
Esto no era una competencia, nunca lo fue. El sistema de salud es más importante que unos cuantos libros. Pude comprender también, la decadencia que marca al sector que me rodea. La suciedad, la tristeza y el abandono. Comencé a ver el mundo con otros ojos.
Las muecas de cansancio eternas que parecían tener todas las personas que caminan por estas calles tienen sentido ahora.
¿Quién va a prestar atención a una biblioteca moderna, cuando el sistema hospitalario es tan precario y antiguo que las personas se mueren esperando? Llevo años viendo a miles de personas pasar de ida, pero a muy pocos los he visto venir de vuelta.
Nada cambia, parece que estamos atrapados en el tiempo. Es desesperanzador.