Carlos Franco. Profesor Escuela de Comunicaciones y Periodismo UAI. Director del Observatorio de Datos del Periodismo y la Comunicación
Como periodista especializado en datos y director de un centro universitario dedicado al tema, observo con asombro y preocupación las brutales diferencias en la cobertura que hacen prestigiosos medios de prensa extranjeros como el New York Times, The Washington Post, The Guardian y El País -solo por mencionar algunos- y medios chilenos. Los primeros con proyecciones estadísticas y piezas interactivas de primer nivel que facilitan a sus públicos la comprensión de una pandemia cuyo primer impacto es el miedo; miedo que se contagia fácil y cuyo antídoto es la buena información.
En Estados Unidos, la Universidad John Hopkins, a través de su Centro de Sistemas, Ciencia e Ingeniería, se ha preocupado de almacenar datos diarios con los que actualizan el avance de la pandemia a nivel global. Mediante mapas interactivos ofrecen información que ayuda personas comunes y corrientes a reducir sus incertidumbres, y a la vez entregan insumos valiosos para que científicos y expertos de diversas áreas hagan sus propios aportes.
En Chile la información con datos ha sido en la mayoría de los casos, penosa; a través de infografías que alertan de cosas tan obvias como la alta probabilidad de contagiarse en un mall o un supermercado. El problema es que los datos que hace público el Ministerio de Salud son muy acotados. Hasta el martes 17 de marzo el sitio web entregaba tablas diarias que diferenciaban a los contagiados por sexo y edad, pero a partir del 18 solo accedemos a números gruesos. Nada que permita identificar patrones ni analizar puntos territoriales en los que se pudo haber producido el contagio (así era al terminar de escribir esta columna, domingo 22 de marzo).
En 2006, la unión entre la prensa especializada en datos y el Ministerio de Salud de Australia dio origen a un novedoso y valiosísimo programa llamado Flu Tracking que permitió rastrear y anticipar focos de contagio de gripe en territorio australiano y neozelandés. Las bases de datos oficiales se complementaban con la información que los propios ciudadanos aportaban sobre sus síntomas, la cual subían a una plataforma desarrollada por los ministerios de salud de Nueva Zelanda, Australia y la Universidad de Newcastle.
Gracias al trabajo de difusión de The Guardian el programa tuvo gran alcance, permitiendo replantear las definiciones convencionales de “población de riesgo” asociadas a la edad. Se dieron cuenta de que la información territorial era muy importante. Zonas costeras tenían niveles de contagio distintos a las localidades del interior. El resultado: pudieron distribuir las escasas vacunas estatales a los lugares y personas que realmente más lo necesitaban y pudieron anticipar zonas de contagios. Dicho programa cumple 15 años en 2020.
No digo que la experiencia australiana calce a la perfección con lo que enfrentamos hoy. Para empezar, no hay vacunas para para el COVID 19. Solo apunto a que los datos, bien analizados, permiten -en algunos casos- distribuir de forma más eficiente, recursos públicos que escasean. Ese es en gran medida el problema que enfrentamos hoy, partiendo los profesionales de la salud como recurso humano limitado. Eso, además de lo mucho que se puede conseguir a través de una relación virtuosa entre la prensa y la autoridad sanitaria.
Mientras más datos disponibles tengamos especialistas de distintas áreas, más y mejores ideas podremos generar. No viene mal tener varias opciones, tratándose de un enemigo tan letal y desconocido como este.